Refugiándome del calor de agosto, me metí en el cine a ver esta peli irlandesa, con la esperanza de que la pantalla se llenara del frescor verde y tranquilo de la isla esmeralda. Y efectivamente, hubo algo de ese verdor, porque la peli transcurre en la Irlanda rural de largos otoños y prados con rocío. Aunque la peli está muy bien hecha y las interpretaciones, como era previsible, son muy buenas, no me gustó. La historia es demasiado triste. Más triste que lo que el cartel o la primera parte permitían predecir. Volví a casa con cierta desazón, con cierta amargura en lo hondo. Nadie me esperaba.
La peli trata de los hombres solos. Hombres, que a causa de la despoblación de sus territorios, o de sus propias carencias, no se casarán y vivirán solamente para su trabajo, para sus costumbres. Mozos viejos, solterones, maziellos los llaman en Aragón. Por lo visto, también los hay en la Irlanda rural. Hombres que trabajan y viven sin nadie a quien cuidar y sin nadie quien les cuide. El protagonista de la película es Pat Shortt, que es un tonto de pueblo, bonachón y bienintencionado que trabaja en una vieja gasolinera. Cumple los horarios y se aferra a sus rutinas. No hay esperanzas ni belleza en su vida entre surtidores y latas de aceite. De vez en cuando pasa un camión cargado de pollos, con dirección al continente o cae la llovizna eterna. El sábado por la noche toma sus pintas en el pub, ve bailar a las pocas chicas que hay y aguanta las bromas de los jilipollas del pueblo. De vez en cuando, va a pasear a un lago de aguas oscuras y tranquilas, como su vida de hombre solo.
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